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sábado, 22 de julio de 2017

Esta hermosura


¡Oh, este destrozo cotidiano de luces/     de sombras!/
Este sembrar en el aire de palomas/    des per di ga das/
Esta hermosura de erguirse/      tras los peñascos añicos/
Este henchirse diario
    de noches inflamadas/
        subterráneos golpes del alma/        que se esconden/
                                                                del mundo abyecto...
Y tan sólo una palabra/    que espero.
De amor/                            que espero.
Que avive el fuego/                   de fecundidades quietas/
                                    que esperan.
                                    Esta hermosura
de los ojos puros/                       que callan/
elocuencias cósmicas/                que abren/
                                                       puertas/
                                           de vírgenes cielos.
Y ver la ternura
    desde la profundidad oscura del miedo.
Ser caminante de abismos
    insuflando en el alma
        simiente de sueños.
Esta hermosura de caer rendido/
    y en los puños del corazón/                 aferrando aún/
                                        la bravía esperanza.

Autor: Juan C. L. Rojas 

martes, 12 de agosto de 2014

Esta hermosura


domingo, 23 de octubre de 2016

Esta música

¡Ah esta música fragante!...
que se desliza melancólica a veces
/¡suspendida!/
...en los botones celestes del amor.

Otoñal Ausente
Primaveral Festiva
Inquietud dolorosa y placentera.

Esta música callada...
Tonos silentes que hieren de caricias/
que perfuma el corazón
con la envolvente ansiedad de los azahares.

Esta música de aves...
que suena en mi pecho
inflamando su fronda
de anhelos de sueños.

Esta música...
aguza los sentidos del poeta
mimando al aire
la luz
el trueno...
cuando transita
(como tu recuerdo)
en la memoria de quien te ama.

Este concierto de colores y geometrías
que el alma siente/
Es un canto de incertidumbres y esperanzas/
terrenas alas migratorias/
celestes astros errabundos.

Es dulzura
que cuece de tanto en tanto
la sal de las lágrimas.

Estas ondas melodiosas
esperan la canción de tu hermosura/
que deje mi frente en las estrellas
y en la tierra mis pies inquietos
¡allí!
donde tú rondas.

Autor: Juan Carlos Luis Rojas



martes, 6 de noviembre de 2018

Atavio de la noche


Te pienso
y canta mi pensamiento...

¡Que noches tan bellas
son las noches que te cobijan!

Noches que me dan alas...
susurros
caricias de brisa calma...

Alas con que vuelo
sobre columnas
de olas espumantes...
Caricias de sus brillos
que me anticipan
el dulce cantar de tus manos
haciéndo cielo
sobre las mías...

Esa noche que te posee
con sus encajes
de lujuriosas diademas,
con su cetro firme
correspondidos a la pasión
en el reino hospitalario
de Eros,
donde mi ego transita...

Allí tu falda luce
con lustres y geometrías
ciñendo tus muslos,
tus formas,
rincones de los altares,
en curvas diseñadas
de cóncavos y convexos,
en hidalguía de la hermosura.

Las cintas de raso...
de lazos relucientes
que te rodean
acarician,
ciñen, bellos domos
y tus dorsales...
alegorías son
de mis anhelos
rodando
en el vórtice azulado
de las tormentas.

¡Qué me dirán tus sueños
lejana fuente!...
Tus sueños que conozco
en su piel desnuda.
Tus sueños que intuyo
desde esos vientos
de mar y contramar
que nos azotan...

¿Tendrá acaso
algo más para decir...
una pequeña voz
lanzada
hacia esta yerma desolación
que de tanto saberte
amenaza su siembra
de un nuevo florecer?

Voy a traerte
en el amanecer de mis versos
sobre el atavío de la noche
en la cúspide floreciente
de la boreal aurora
donde tangible llegas
aquí
sobre la luz con que te miro,
aquí
alborotando espacios
sobre mi pecho,
cuando a mi boca,
dulcemente,
la silencias con tus besos.

Autor: Juan Carlos Luis Rojas

viernes, 8 de agosto de 2014

Carroza de fuego - (Narrativa de Juan. C. L. Rojas)


La soledad, el aburrimiento; ver que todo el mundo se divertía mientras él estaba confinado entre esas murallas, le producía a veces intensas ganas de escapar. 
A la imperiosa necesidad de libertad se agregaba el fuego de la adolescencia, apremiándole, transmutándose en formas de travesuras y trasgresiones.  Recordó que era la última fecha de corsos y comparsas.
“De todos modos voy a ir”, pensó, “aunque se entere el gringo... es probable que algún vecino chismoso le cuente”. 

La sombra de la tarde caía sobre los naranjales; la quietud calurosa del día sumaba también al caldero de sus pensamientos.  -¡Iré de todos modos! –se dijo en voz alta reafirmando la decisión.  La fuerza del anhelo pudo más que el temor a las palizas y se preparó para viajar. A las nueve de la noche partiría el único micro hacia la capital correntina. Sin embargo, cuando se acercó a la salida, le sobrevino la duda consumiéndole minutos que no le sobraban.  -¡Maldito ruido del portón! –murmuró. “¡Es irremediable! ¡El doctor se va a enterar!”, pensó. Quedó paralizado.

La opresión implacable suele construir al miedo. Ese temor creaba en él la sensación de estar perseguido, pero su voluntad volvió a la carga; observó hacia un lado y el otro, se trepó al muro y saltó hacia la calle. La paranoia lo acompañó en la forma de muchos ojos que lo perseguían; pero avanzó deprisa, escapándose.  

“Almacén de ramos generales de Sáez y Cia.”, decía el letrero bien grande sobre la entrada del comercio. Un micro con el motor encendido, parado en la boca del galpón contiguo al negocio, le hizo acelerar el paso. Se dirigió a quien parecía ser el chofer, que esperaba fuera del transporte.
-¿Para ir a Corrientes, señor? -le preguntó. 
-¡Allá tenés que sacar pasaje, pibe! ¡Pero dale que nos vamos!
 –“Este se piensa que uno nace sabiendo”, pensó, mientras caminaba a sacar el pasaje. 
“Ya estoy en marcha, ¡deténganme si pueden!”, pensó, al tomar asiento. Su respiración y actitud denotaban sentido de logro. Ya no tenía la molestia de la indecisión rondándole en la mente; pero estaba aturdido, excitado en su alegría. No operaba en él otra cosa más intensa, que la fuerza de atracción por la libertad compeliéndolo entre las fibras del riesgo.  
-¡Pasajes! –se oyó en los asientos de adelante. 
Esa voz, elevada por sobre el murmullo de las conversaciones, cortó de manera abrupta sus pensamientos. Se puso lívido. Su palidez se enfrentó a la sonrisa burlona de quien avanzaba por el pasillo con un talonario en la mano.   
-¡Boletos!...¡Conque yendo de farra, eh! –le dijo el inspector, inclinándose sobre él mientras cotejaba los papeles. Atinó a esbozar una sonrisa tímida como respuesta, mientras pensaba: “¡Este chismoso metido! ¡Seguro que le va a contar al padre! ¡Ese viejo burlón, cuando se encuentre con el alemán!... ¡Se va a enterar!  Mientras pensaba esto, ya no veía a su interlocutor que aún estaba allí verificando el talón de pago, si no al panorama de su imaginación, donde se miraba a sí mismo, bailando al compás de las patadas y sopapos del alemán, propinadas como castigo por el paseo clandestino. La paranoia le hizo sentirse otra vez blanco de las miradas, pero dio un vistazo como al descuido y observó que había otras personas entre los pasajeros a quienes también conocía. Al verlos pensó: “Al fin de cuentas todos están ocupados en lo suyo”. Se recostó en el respaldo relajándose. 

Cuando llegaron no tuvo necesidad de preguntar la dirección del corsódromo; por las conversaciones que escuchó mientras viajaba, supo quiénes de los pasajeros se dirigían hacia allí y los siguió.  A medida que caminaba las pocas cuadras, los condimentos de la emoción dosificaban en su cuerpo la adrenalina que le hacía brillar los ojos y le daba un leve cosquilleo en el estómago. Música, serpentinas y luces acentuaban el clima de ambiente festivo; de algún lugar venían a mezclarse sonidos de percusión. Deprisa se metió entre la gente filtrándose hasta el centro más tumultuoso. Buscaba un lugar cómodo, donde pudiera ver; el apretujón le hacía transpirar y andar errático. Logro ubicarse, por fin, cerca de un grupo de chicos, tal vez por casualidad, o más bien porque sus ojos fueron arrastrados hacia allí con un imán poderoso, que doblegó totalmente sus miedos y pudores.

La niña (no tan niña por las curvas ostentosas y su modo de mirar) se contoneaba rítmica y delicadamente al son de la música. Toda su actitud era una inequívoca y graciosa invitación a lo sensual. 
-¿Y este deleite de mango maduro? –murmuró, mientras apuntaba sus ojos en el centro mismo de la mirada femenina que se desvió, luego de detenerse un instante en él. 
-¡Qué me importan las palizas! –murmuró otra vez-. ¡Todo lo que me habría perdido si no venía! 

La murga que inició el orden del desfile, aumentaba el sonido de parches y batientes al acercarse;  cada golpe de los tambores era también una excusa más para el acercamiento y el roce de los cuerpos.  Ahora la mirada de la niña volvía a él y entraba sin recato en el alma de sus ojos, en su sangre; dándole además la yapa de una sonrisa que inducía en sus deseos le interpretación de permisos inconfesables. 

-¡Tengo que acercarme un poco más! -se dijo, entre divertido y ansioso.  Volteretas de payasos ruidosos delante de la marcha, los distrajo por un momento del hechizo erótico. La comparsa, Copacabana, avanzaba con bailes y cánticos, entre brillos y luces, al compás de ritmos delirantes y estruendos, que cargaban molécula a molécula la libido adolescente. En lo alto de la carroza, la reina movía la hermosura de su cuerpo, vestida de tenues plumajes, al tiempo que parecía sonreírle a cada uno de los espectadores, de quienes se veía la respuesta en la excitación de sus ojos.  Pero Juancito Gómez, ya no dedicaba atención a esa belleza encumbrada en la sensual carroza de fuego, colmada de luces y ornamentos. Su generoso embeleso estaba allí, en la niña que cercana a él, no sólo le extraía sonrisas, sino también, le ponía burbujas en la sangre, susurros en los labios, que aunque no se escucharan con nitidez, ambos lo entendían.  Rozaron sus manos dos veces; a la tercera sensación de tibieza sobre su dorso, él tomó la de ella, mientras todo parecía moverse en la vorágine enloquecida. Ya no tenía noción de tiempo; sólo sentía instantes placenteros sucediéndose sin conciencia de transición.
“¿En qué momentos fue que la tomé de la cintura?”, pensaba embriagado de éxtasis, sonriente. La relación fluía sin esfuerzo, como el desenvolvimiento normal de la naturaleza. 
-¡Vamos! –leyó él en los labios de ella, que señalaba  la tarima donde se apoyaban sendos bafles.
Sin dejar de bailar, sin soltarse la mano, fueron desplazándose hacia ahí.
No tardaron los besos. Sin remordimientos se olvidaron del mundo.  Otra comparsa desfilaba ahora, entre serpentinas, espumas y matracas. Este grupo tenía más agilidad en el ritmo musical y el movimiento coreográfico. Mientras Copacabana se manifestaba en la suntuosidad de los atuendos y ornamentos, Ara Verá sobresalía en la belleza de las figuras del baile y de las jóvenes, enfundadas en su propia piel, con alguna escasa vestidura y brillos relucientes.  
Recostados en la tarima, él y la niña, vibraban acorde el sonar de los altavoces, pero también ellos estaban en sintonía y resonancia entre sí. El lenguaje de la mirada sugestiva de la niña otra vez actuó y Juancito Gómez entendió el favor de las circunstancias; ambos se sentaron a descansar (si vale como excusa), sobre una madera que unía las patas del mesón; pero eran ciegos espectadores del desfile; tal vez alguien lo era de sus besos.
Un hule misterioso, inesperado,  que cubría la parte libre de la tarima y que rozaba sus cabezas les llamó la atención.  
-Agarrá la tela con tu mano derecha  -le dijo él, al oído, mientras hacía lo mismo con su mano izquierda. Ella sonrió con ganas al darse cuenta de la picardía.
Fueron jalando el paño detrás de sus espaldas.  -Un poco más -le pidió él, y el hule tocó el piso. 
Algo continuaron hablando cada uno en el oído del otro, mientras la carroza de Ara Verá se acercaba lenta y monumental. Ambos se hallaban prestos y ansiosos, con su mano aún aferrando el orillo de la tela. Él observaba el desplazamiento de la sombra de la carroza; sombra que barría con lentitud al gentío en las primeras filas de las gradas; la gente embelesada dirigía sus ojos a lo alto de la muestra rodante, pero la atención de los jóvenes era algo simple: nada más que la ubicación de la carroza y su sombra al desplazarse, lo que ahora ya pasaba sobre y delante de ellos; y entonces con un sólo movimiento de sus brazos se ocultan; mientras una oscuridad barre el hule, y otra los cubre en su pequeño universo íntimo.  Rieron sólo unos instantes bajo la cubierta del pliego y los tablones; luego transformaron su risa en susurros, besos y caricias.
Se hallaban hundidos en el abismo del bullicio que ya no oían; solo sentían el placer en la paradójica comunión de jadeos y gemidos.   El camino sonoro de la noche fue perdiendo decibeles; fue menguando la intensidad de la algarabía; los ojos se alargaron en la despedida indeseable y golpeó el adiós impertinente a un momento juvenil sin preguntas y sin respuestas.
Ahora el regreso, con la soledad del pensamiento donde la niña aún permanecía en imagen, su cuerpo, sus ojos. 
Bocinazos insistentes le hicieron levantar la vista del suelo. Del Jeep, que en el medio de la calle aceleraba su partida, veía la efusividad de unas manos agitándose en una ventanilla; el saludo provenía de una silueta joven de mujer.  “¡El Jeep del intendente!” murmuró, mientras respondía al saludo.
“¡Es María!”, se convenció regodeándose entre incrédulo y regocijado.  Su amor inconfeso de séptimo grado, oculto en su corazón, la dueña de la mirada más hermosa, la que apoyaba el rostro en el pupitre sobre su brazo para mirarle desde una punta de la sala hasta el otro extremo donde se ubicaba él, ¡estuvo allí mismo, entre ese gentío, y no pudo verla! ¡Ahora va ahí, atrapada en el auto de su padre, el intendente de Paso de la Patria con quien trataba el alemán!

Su actitud oscilaba de regocijo a preocupación, de preocupación a regocijo. ¿Se enterará su tutor mediante esta nueva vía posible del chisme, acerca de  la travesura de haberse ido a Corrientes sin permiso?.  El viaje de regreso fue calmo y adormilado, pero con gran actividad de sus cavilaciones.  “¡Me saludó tan efusivamente!... ¿Será que me quiere?... Y yo jamás le dije lo que siento por ella, ¡qué bobo!... Pero esta... ¡qué regalo de carnaval!... Ofelia...  ¡Qué nombre, pero qué linda!...¡ni siquiera le pregunté la dirección!... Para qué, si nunca podríamos vernos. ¡Oh, Dios! ¡Qué es esto que se siente! ¿Gané?... ¿Perdí?... ¿Es placer o es angustia recordar? Otra vez el encierro, esperar... cuando sea no sé qué...”. 

Al llegar ya despuntaba el alba; entró sin recaudos ni temores. Presuroso acomodó todo en la casa, para que no muestre el aspecto de haber sido abandonada.   Pasada las ocho y media de la mañana, sonó una voz, llamando desde la vereda, frente al portón. 
-¡Juancito! ¡Abre!  Era el alemán; el doctor regresaba de su turno de trabajo en Isla del Cerrito.  Ese día transcurrió normal; en el siguiente se desencadenó lo que temía.  
A mitad de la mañana vio ingresar al intendente, acompañado del alemán, con unos papeles en la mano. Les oyó hablar acerca de la protección del hospital de Paso de la Patria por la peligrosa crecida del río. 
-¡Juancito, trae un asiento! -ordenó el doctor. El adolescente cumplió la orden y saludó inclinando la cabeza; seguido siempre de la atenta observación de su tutor. 
-¡Así que te fuiste a divertir anteanoche! –dijo ingenuamente el visitante con intención de entablar un diálogo con el joven, que demudó su rostro al instante. 
-¿Cómo? –preguntó el doctor, levantando de inmediato la cabeza con clara actitud de haber sido burlado. El adolescente ahora cambió su color, del pálido al rojo. 
-Nos vimos en el corzo... ¡bueno, el chico tiene que divertirse doctor! –dijo el intendente, tratando de enmendar el error involuntario de haberlo delatado. 
-¡¿Con el permiso de quién?! –vociferó el alemán, dando dos pasos hacia el chico. Este sintió un agudo dolor en el oído al ser jalado con fuerza desde el lóbulo de la oreja en una media vuelta alrededor de su verdugo. 
-¡O te enderezo, o te rompo! ¡Ya verás! –concluyó el alemán, dejando incertidumbre en cuanto a si concluyó, o no, el castigo.  

Lo que definitivamente no concluyó, era algo en lo profundo del espíritu o del alma del niño,  algo que tenía y faltaba al mismo tiempo.   La niña del corso no desaparecería de su mente pero ya no tendría cómo contactarse. Era una puerta más, de esas misteriosas, que se abren hacia el vacío. Vacío que quizás, algún día, signifique su libertad.


AUTOR: Juan Carlos Luis Rojas



martes, 17 de mayo de 2016

Rubores de aurora

Oh, raro evento que jugando
te meces en mi pecho...
que, rubores de aurora
se abren como rosas
en este, mi anochecer.
Desde tu piel que sonroja
y matizas en fucsia atuendo
para hacer que las estrellas
paladeen tu hermosura.
Y acaso me mires
y completes el hechizo.
Y acaso murmures
y me digas tu sentir.
Que en un suspiro liberado
sueltes las alas de tu amor,
vuelo hermoso que no retengo,
y con esta dicha de mirarte
germine un brote hacia el alba
ya henchido el pecho, del amanecer.
Tus labios, que son sendas de la miel
se ajustan en la sonrisa de tus ojos
en la picardía vibrante de tus pechos...
¡Allí yacen, en la memoria de mi boca!
Donde tus rizos, trigo acariciante,
se deslizan en laderas de mis muslos
que no son los tuyos de ávida fortaleza,
bellas columnas en el templo de Eros,
devorando, sus naves y abadías
elevándome de gozos y victorias,
sien alerta y sensible de mi espíritu.



viernes, 19 de agosto de 2016

Atavío de la noche

Te pienso
y canta mi pensamiento...
¡Que noches tan bellas
han de ser
las noches que te cobijan!
Noches que me dan alas...
susurros
caricias de brisa calma...
Alas con que vuelo
sobre columnas
de olas espumantes...
Caricias de sus brillos
que me anticipan
el dulce cantar de tus manos
haciéndo cielo
sobre las mías...
Esa noche que te posee
con sus encajes
de lujuriosas diademas,
con su cetro firme
correspondidos a la pasión
en el reino hospitalario
de Eros,
donde mi ego transita...
Allí tu falda luce
con lustres y geometrías
ciñendo tus muslos,
tus formas,
rincones de los altares,
en curvas diseñadas
de cóncavos y convexos,
en hidalguía de la hermosura.
Las cintas de raso...
de lazos relucientes
que te rodean
acarician,
ciñen, bellos domos
y tus dorsales...
alegorías son
de mis anhelos
rodando
en el vórtice azulado
de las tormentas.
¡Qué me dirán tus sueños
lejana fuente!...
Tus sueños que conozco
en su piel desnuda.
Tus sueños que intuyo
desde esos vientos
de mar y contramar
que nos azotan...
¿Tendrá acaso
algo más para decir...
una pequeña voz
lanzada
hacia esta yerma desolación
que de tanto saberte
amenaza su siembra
de un nuevo florecer?
Voy a traerte
en el amanecer de mis versos
sobre el atavío de la noche
en la cúspide floreciente
de la boreal aurora
donde tangible llegas
aquí
sobre la luz con que te miro,
aquí
alborotando espacios
sobre mi pecho,
cuando a mi boca,
dulcemente,
la silencias con tus besos.

viernes, 20 de mayo de 2016

Desde tus sombras

Acércate, mi bien
desde esa penumbra amada
donde ilusionada hilvanas tus sueños.

Detén un momento aquí
tu hermosura,
donde te auguran felices mis ojos,
niña, que de ternuras, 

yo sé que rebasas.
Déjame bañarme en el río de tu mirada
que altiva de amor, candores y ensueños
cultivas el jardín de la vida que crece
y junto a tu pecho se mece
en su cálida juglaría, 
en donde dulce sabor estremece.
Ven penumbra mía,
cántame con tu silencio,
que así te pienso,
llena de voces sutiles
cantando los amores que sientes,
diciendo en los cantares, 
que tus labios enjoyan,
con sonrisas,
que sonrojada mejilla desliza.
Envuélveme en tu sombra 
de cálidas delicias
profunda de candores, 
insondable misterio,
donde belleza se arrulla 
y el poeta rebusca.
¡Desde la penumbra cabalgas, saeta de Cupido!
¡Ven! ¡Acércate desde tus sombras!
¡Ilumíname!... con tu amor.